lunes, 13 de febrero de 2017

BABAYADA 19.- ¡UNAS CAÑAS!




—Querrá comprarse un coche.
—Me lo diría, tío. Hay confianza. Cuando hicimos la reforma de la casa, hizo lo que quiso. 
—Y según me ha dicho Merche, os ha quedado muy bien. Muy… ¿cómo se dice...?
—Minimalista.
—Eso. Espacios muy abiertos, todo muy blanco, con muy pocos muebles…
—Y muy caro, no te engañes. Pero quiero decir que hizo literalmente lo que quiso, como meter el baño en la habitación, y yo no dije ni pío.
—Bueno, nosotros también tenemos el baño metido en la habitación…
—Que no, que si digo metido, es metido. Nuestro cabecero linda con la bañera y el lavabo, sin tabiques.
—¿El váter también?
—¡Hombre...! Pero no sé qué sería peor. Lo metieron en un zulo. El gilipollas del arquitecto dijo que no se podía perder espacio en esas cosas. Mejor ampliar el pasillo. Así que antes de ir al baño me tomo un trankimazín.
—¿Para el estreñimiento?
—No. Para la claustrofobia.
—Cuando veías eso, podías haber dicho algo.
—Que vale, eso decía. A ella le hacía ilusión. ¿Tú qué haces cuando Merche te pone caritas?
—Seguirle la corriente, tío. Las posibilidades de echar un polvo crecen de forma exponencial.
—Pues eso.
—Entonces, si la dejas hacer lo que quiere, si no está a dieta y no tiene carné de conducir, eso que me cuentas que hace con la báscula del baño, va a ser que está como una cabra.
—Ya. Pero a ver cómo se lo planteo sin llevarle la contraria. Por lo del polvo, digo.

miércoles, 8 de febrero de 2017

BABAYADA 18.- DESPIERTA

Levántate y anda
no estás asediado
ni loco ni manco
ni aun bajo tierra
dime qué te falta
qué es lo que te sobra 
levanta la vista
mira, curiosea
y apura tu tiempo
porque todo cambia
se gasta, perece
levántate y anda
se va haciendo tarde
te gana la nada
la nada te pierde
la vida te espera 
al tiempo que pasa
y no vuelve, ¿no ves?
y un día al buscarla
ya no habrá remedio
ni posible apaño
los años perdidos
levántate y anda
no pido un milagro.

miércoles, 4 de enero de 2017

BABAYADA 17.- NOCHEBUENA

Mi madre entra al salón con una humeante bandeja de langostinos, que dejan a su paso un aroma estimulante. Es una excelente cocinera y salivo. Mi suegra, a la que a medio camino entre el cariño y la maldad apodamos la postiza porque es la segunda esposa del suegro, deja que la anfitriona deposite la bandeja sin intentar ayudar, sin afanarse en recolocar los cubiertos ni en mezclar la mayonesa con las rodajas de limón con el fin de hacer sitio sobre la mesa. Yo,  que ya tengo los cubiertos en la mano, dudo entre usarlos o no hasta ver cómo respira la mujer que el año pasado se pronunció: «Pepa, no seas cursi y pela los langostinos con los dedos como todo el mundo». Pero la postiza, con la mirada detenida en ninguna parte y el gesto triste, deja que las cosas sucedan y cunde entre los comensales un momento de desconcierto. Desde que mi hija ya no tiene edad para dejarse engañar, ella y yo echamos a suertes la posición que cada una ocupa en la mesa durante las celebraciones familiares y en esta ocasión le había tocado la peor parte. Pero la pasividad de la abuela postiza significa que no lloverán sobre su plato gotitas de saliva y trozos de comida y la muchacha respira aliviada. Mi suegro habla sin que su mujer lo interrumpa, sin que le importune colocándole la servilleta de babero, y se le iluminan los ojos cuando carga langostinos en el plato sin que ella los devuelva a la fuente. El hombre bebe vino sin que su hijo se lo impida con la excusa de la medicación y yo busco la mirada de mi marido para felicitarle por la excepción que hace este día con el padre enfermo, pero lo encuentro embebido en los mensajes del teléfono móvil. Desde que sus recuerdos dejaron sitio a un espacio en blanco, no  había visto a mi suegro tan relajado como hoy, capaz de acertar con nuestros nombres y de decir alguna palabra  sin fruncir el entrecejo o rascarse antes la calva. Con las tenazas del marisco aplasta el langostino, chupa con fruición el ácido bórico de la cabeza y pasa los dedos por la corbata hasta dejarlos listos para empezar con el siguiente. Mi marido guarda el móvil y me busca con la mirada cuando su padre le pone la mano en el hombro para hacerle un comentario que no termina. Estrena traje. Mi hija se descojona y yo trato de llamar al orden con una patadita por debajo de la mesa, pero fallo y la recibe mi madre, que se queja: «¡La úlcera, nena, por Dios!». Callo como una perra y entonces ella carga la ira contra su marido que, secundando a su consuegro, también va por la tercera copa de vino y sonríe, pero atinando a chuparse los dedos antes de limpiarlos en la servilleta. Preocupada por la tierna estampa conyugal que puede provocar el equívoco de la patada, inicio la única conversación que puedo mantener con mi madre y le pondero la comida, la interrogo sobre el segundo plato, pero es mi hermana, a la que su marido acaba de trocar por una compañera de trabajo, quien desde el otro extremo de la mesa se hace con la atención de mamá y apunta hacia mí con el mentón. Ella capta el mensaje y luego me fulmina. Mi hija se descojona otra vez y yo aprovecho para animar a comer a la postiza, que se muestra inapetente. Ella me mira con los ojos muy abiertos, acepta de mala gana y sin energía el langostino que yo acababa de pelar para mí y parece saborearlo, aunque insiste en la mudez. La mujer lleva un tiempo deprimida. Hace años que la ciclotimia se ceba con ella haciéndola partícipe de un misterioso círculo vicioso de decaimiento y excitación. El año pasado la hizo llegar al convite de Navidad verborreica, enjoyada, envuelta en mantón de Manila. Estaba sonriente y exultante, olvidados la oscuridad anterior, el reuma y los juanetes. Ordenó el lugar de cada uno en la mesa, discutió con mi excuñado, que ya tenía la cabeza en otra cosa, cebó la sopa a su marido, la bandeja con el cordero terminó sobre la alfombra y consiguió que la gata abandonara su acostumbrada indiferencia para hacer rodar por el pasillo las patatinas asadas y lamer la salsa derramada sobre el suelo de parqué. Hoy es mi madre quien reina en la celebración, sobre todo con las gracias que le ríe el consuegro y con los gestos de conmiseración que dirige a la consuegra porque «nada es más triste que no tener la cabeza en el sitio». Mi hermana se levanta y, para complacer a mamá, comprueba que está echada la llave de la puerta y pasados los cerrojos. Mi madre asiente complacida, ellas se entienden bien. «Sí, hija, sí. Seguridad ante todo, que para los cacos no hay Nochebuenas». Mi hermana la secunda, baja la persiana del salón, pasa las cortinas, critica duramente a la comunidad de vecinos por no permitir que se colocaran rejas en las ventanas, «como si un sexto piso fuera de por sí inexpugnable», y sugiere la pertinencia de una alarma, que podría colocar su marido, bueno su exmarido, que trabaja en una empresa de seguridad y al que no tendría más que llamar. A mi madre se le humedecen los ojos de agradecimiento porque nadie salvo esa hija entiende sus miedos. La mía se vuelve a descojonar. Mi padre y yo nos miramos y él rellena mi copa de nuevo, generosamente, con mucho mimo. También nosotros nos entendemos bien. Luego echo mano a los langostinos para pelárselos a mi suegra postiza, que parece los acepta de mejor grado. Hace unos días que visitamos al psiquiatra y este comentó que le parece que la paciente estaba tardando demasiado en salir de la fase de apocamiento que la aqueja, aunque yo no creo que nadie le esté escondiendo las pastillas.