SANTA RITA
Me despertó el sol que entraba por los resquicios de la persiana. Él
dormía a mi lado y lo miré con la apatía que siento desde hace unos meses. Me
levanté y, después de desayunar, entré en el estudio, dispuse los instrumentos
que necesitaba en el menú del programa de ordenador y con un clic del botón
derecho apareció la imagen en la pantalla: Santa Rita, la estampa que mi abuela
había guardado en una vieja novela. La mujer de la frente perlada
en sangre y la estaca en la mano me miraba dolorida. Al cabo de un rato, la
patrona de los imposibles había sido objeto de un milagro, en este caso del fotoshop,
que con un par de pincelas consiguió que su cutis resplandeciera de nuevo con
la frescura de los quince años. Igual que la mirada, que hizo lucir verdosa con
un extra de brillo. La estaca había terminado en la papelera de reciclaje.
—Quítame la toca y suéltame el pelo, anda. Y dame un toque de
colorete hasta que me vuelva la sangre.
La Santa se miró el hábito. Le guiñé
un ojo. Y mientras elegía el tono que mejor le iba para el nuevo vestido, reparé en las ganas que tenía de acostarme con el hombre que había abandonado
hacía un rato. No tuve agallas para quitarle la cruz a la mártir pero añadí, a
la mano que la sujetaba, un guante de terciopelo negro que cubrió su antebrazo hasta
el codo. Luego guardé los cambios efectuados y me dirigí a la habitación. Él
seguía allí y me relamí de gusto. Pero antes de deslizarme de nuevo bajo las sábanas, miré un
momento al cielo que se entreveía por la persiana mal cerrada.