martes, 26 de julio de 2016

BABAYADA 7.- Perspectiva

El autobús que tomo para ir a casa de mi hija tiene una parada cerca de donde vivo pero, si no tengo prisa, prefiero dar un paseo hasta la estación. Allí tengo más posibilidades de encontrar libres los asientos de la primera fila, al lado de la puerta de entrada. Me gusta contemplar el paisaje a través de la luna delantera y en verano, cuando amanece pronto y la neblina se disipa, puedo vislumbrar el mar mientras se resuelve el atasco de la autopista. Aunque reconozco que por lo que verdaderamente me gusta ese sitio es porque desde él puedo observar, reposadas sobre el volante, las manos de la persona que conduce. Desde la posición que procuro ocupar no puedo apreciar sus facciones y solo veo con detalle las manos blancas asomando por la bocamanga del oscuro uniforme. La conducción por la autopista no parece exigirles demasiado y resbalan suavemente sobre el cuero sin esfuerzo alguno. La piel curtida, las venas perfiladas, los dedos siguiendo tranquilos la música de la radio me hacen pensar en el alma que podrían ponerle a una caricia. 

Mi esposo tenía unas manos hermosas. La naturaleza le dotó de unos dedos largos, que el trabajo duro tornó anchos y fuertes. La palma extensa y blanca, como de mujer fina, se le volvió dura y callosa. Hace años que mi marido ha muerto y compruebo con desazón que el recuerdo de su rostro se desdibuja en mi mente y queda sustituido por la imagen de las fotos que tengo sobre la mesita de noche. Pero el de sus manos, no. Me desasosiega pensar que este revoltijo de recuerdos, lagunas y emociones sea el principio de alguna enfermedad. Me preocupa tener que guardarme este miedo dentro, pero lo cierto y descorazonador es que ya no me quedan oídos cómplices y amigos. Imagino la cara de mi hija si le dijera que a veces siento por la noche las manos ásperas de su padre sobre la cintura. Los hijos, como los nietos, nos consideran seres asexuados. Y tienen algo de razón porque ellos nunca nos vieron como fuimos, sino como cuerpos que carecen de cualquier humor que no sea un intempestivo lagrimeo. Me cuesta creer que ya sea yo tan mayor y que todo haya llegado tan rápido. Y que de esa mano sobre la cintura me quede tan solo la certeza de su peso y la terrible soledad que me provoca.

Hoy tarda en amanecer. Las manos que observo son inquietas, pierden el ritmo de la música y vuelven una y otra vez hacia la palanca de cambios sin motivo alguno, como si desconocieran la máquina que manejan.

Las de mi esposo durante los primeros años fueron un poco como ellas y mi cuerpo, como ese panel de mandos cuyos botones manosean sin orden ni sentido. Porque el cuerpo es una máquina cuyo manejo es preciso conocer y practicar. Y aquellos hombres que no contaban con más guía que el instinto y una sola instrucción aprendida entre las bromas de los amigotes, hombres que no hablaban, como tampoco nosotras lo hacíamos, no lo tenían nada fácil. Las manos de aquellos hombres lo desconocían todo sobre los pliegues que encontraban en su camino y sus resortes secretos y por eso se convertían en herramientas que era necesario calibrar. Las jóvenes de mi tiempo solíamos acallar nuestras frustraciones, aceptar las cosas sin cuestionarlas, simular que no sabíamos más de lo que estaba permitido, pero teníamos perfecto conocimiento de cómo funcionábamos, no en vano el deseo, como la tentación, existe desde que existen las manzanas. Pero un día me cansé de fingir y él no entendió que, estando deseosa de sentirlo todo cuando comenzaba a levantarme el camisón bajo las sábanas, acabara sin vivir lo que esperaba. Complicado fue que él comprendiera que sus manos eran el instrumento principal de mi placer y que aprendieran cómo debían tocar y dónde para que yo pudiera disfrutar en aquella cama de los dos. No fue fácil atemperar la fuerza, pero tampoco lo fue tranquilizar la desconfianza de la mirada, el temor que produce perder la seguridad. En aquellos tiempos de mi juventud, no se tambaleaba la autoestima de un hombre sin pagar un precio. Y me pregunto por qué algo natural y placentero como lo es el sexo era objeto de tanta incomprensión.

Las más de las veces los viejos acabamos siendo seres invisibles dentro de la familia. Nuestros silencios se confunden con ausencias y la vida de las personas que nos rodean se desarrolla como si no existiéramos. Eso me permite conocer con detalle la marejada que me ocultan.

A través de la ventanilla el paisaje se ha convertido en una sucesión de puntos de luz y cierro los ojos. Durante un momento puedo imaginar que no estoy aquí sino viajando por otra carretera sumida en la oscuridad y que soy treinta años más joven. Y me da rabia pensar en lo poco que han cambiado las cosas aunque parezca lo contrario y me pregunto dónde está lo que hemos aprendido, que no logra aliviar los lastres que arrastramos. Recuerdo perfectamente aquellas manos que guiaban el autobús por un país extranjero. La noche hacía que se desenvolvieran en una zona de claroscuros y la piel se enriquecía con una gran variedad de tonos y relieves. Era la primera vez que salía de España. Tener a una de mis hijas recién casada en Francia me proporcionó una ocasión inmejorable. Preparé el viaje con unas amigas que estaban tan ansiosas como yo por conocer aquella ciudad que con respecto a la nuestra llevaba años de distancia. Lo cierto es que todo resultó novedad para nosotras, desde el viaje en avión hasta un simple paseo por una ciudad que en nada se parecía a la pequeña villa de la que procedíamos y de la que nunca habíamos salido. Debo reconocer que coger el metro, saber que nos movíamos por debajo de los edificios, de la gente y de las plazas, fue mucho más impactante que visitar El Louvre y ver unos cuadros oscuros, enormes, algunos tan parecidos a los de la iglesia de nuestra ciudad. Hacía frío y observábamos con deleite que, pese a ello, las mujeres iban vestidas con alegres colores. La lluvia no impedía que calzaran brillantes zapatos de charol. Como si hicieran lo que realmente querían al margen de los convencionalismos que a nosotras nos imponía hasta la meteorología. E imaginábamos que hablar, pedir o desear sería para ellas algo tan natural como caminar descalzas.  


Yo creía que habíamos cambiado mucho desde entonces, pero la profunda turbación que observo en mi hija me hace dudar.  En casa la oigo hablar con su marido del problema. Sé que se refiere a mi nieto y, el sigilo y disgusto que ella manifiesta, hace que me pregunte en qué siglo del pasado nos hemos detenido. Abro los ojos, dejo resbalar la mirada por las manos que guían el volante y recuerdo con emoción aquel otro viaje por la campiña de Francia. Aquella excitación animada por el poquito de alcohol, por las risas, las confidencias, la distancia. Mientras el autobús avanzaba, no podía apartar la mirada de aquellas manos fuertes que tenían el poder de llevarnos a nuestro destino. El calor humano empañaba los cristales y multiplicaba mi sofoco. Imaginé que aquellas manos que observaba desde mi asiento se metían debajo de la falda; la imaginación, madre de todas las excitaciones, las animó a subir partiendo de las rodillas y quise que me rozaran con aquel tacto leve y reposado que observaba en la tarea que hacían. Aunque mi cuerpo sea incapaz hoy de sentir el cosquilleo en los riñones y de mover con ritmo la cadera, la cabeza aún recuerda con detalle aquella efervescencia. Al llegar al final del trayecto me sacudí la frustración del deseo sin atender y me puse a recoger los paquetes colocados en el portaequipajes situado sobre los asientos. Recuerdo que uno de ellos se atascó en la estrecha abertura. Los pasajeros esperaban pacientes a que terminara la operación y fue entonces cuando las manos con las que había fabulado durante el viaje se pusieron junto a las mías para intentar ayudarme. Aún siento junto a la mejilla la respiración que avivó durante un instante el rescoldo del deseo y la tibieza de nuestras pieles al rozarse en el empeño de aquella tarea común. Protegido por la mampara y al abrigo de la oscuridad, desde mi asiento no había llegado a ver el rostro de aquella persona con cuyas manos había imaginado mil caricias y, al girarme para conocerlo, me encontré con el de una mujer. Desde entonces me pregunto quién sería capaz de adivinar a ciegas el sexo de la mano que le hace estremecer. Desde aquella experiencia íntima vivida con la imaginación, me pregunto muchas cosas. Si cerrara los ojos y fuera capaz de entregarme al placer sin prejuicios, ¿quién sería capaz de proporcionármelo en mayor medida, un hombre, una mujer...? Cabría especular con la idea de quién atinaría mejor con el sentir de mi cuerpo sin conocerlo antes. Yo hago una apuesta segura y algo susurra dentro de mí que solo los que carezcan de imaginación podrían tirar la primera piedra. Veo a mi hija atribulada y daría algo por que pudiéramos conversar. La he tanteado con esperanza, pero me ha dicho que no me preocupe y, mirándome como se mira a un niño, he sentido su conmiseración. No imagina que este mueble antiguo sabe de sobra de la homosexualidad de su nieto y que lo que verdaderamente le apena es la turbación de su hija. Porque aunque la oscuridad impida verlo, sé que allá en el horizonte está el mar laborando tercamente para sembrar la costa de piedras. Y porque existen manos que desconocen qué hacer con sus caricias.