viernes, 11 de noviembre de 2016

BABAYADA 15.- SANTA RITA

SANTA RITA

Me despertó el sol que entraba por los resquicios de la persiana. Él dormía a mi lado y lo miré con la apatía que siento desde hace unos meses. Me levanté y, después de desayunar, entré en el estudio, dispuse los instrumentos que necesitaba en el menú del programa de ordenador y con un clic del botón derecho apareció la imagen en la pantalla: Santa Rita, la estampa que mi abuela había guardado en una vieja novela. La mujer de la frente perlada en sangre y la estaca en la mano me miraba dolorida. Al cabo de un rato, la patrona de los imposibles había sido objeto de un milagro, en este caso del fotoshop, que con un par de pincelas consiguió que su cutis resplandeciera de nuevo con la frescura de los quince años. Igual que la mirada, que hizo lucir verdosa con un extra de brillo. La estaca había terminado en la papelera de reciclaje.  
—Quítame la toca y suéltame el pelo, anda. Y dame un toque de colorete hasta que me vuelva la sangre.
La Santa se miró el hábito. Le guiñé un ojo. Y mientras elegía el tono que mejor le iba para el nuevo vestido, reparé en las ganas que tenía de acostarme con el hombre que había abandonado hacía un rato. No tuve agallas para quitarle la cruz a la mártir pero añadí, a la mano que la sujetaba, un guante de terciopelo negro que cubrió su antebrazo hasta el codo. Luego guardé los cambios efectuados y me dirigí a la habitación. Él seguía allí y me relamí de gusto. Pero antes de deslizarme de nuevo bajo las sábanas, miré un momento al cielo que se entreveía por la persiana mal cerrada. 

lunes, 17 de octubre de 2016

BABAYADA 14.- SENTIDO DEL AMOR



Mira el vídeo y descubre la historia:


Te despediste de mi con un beso apasionado, dijiste que me echarías de menos, y vi tu sonrisa a través de la ventanilla del coche antes de que pusieras rumbo al aeropuerto. La noche anterior, mientras hablábamos de nosotros, mientras yo me quejaba de lo abandonado que me sentía desde que tenías que viajar a todas horas y te decía cuánto echaba en falta tu sentido del humor, creí ver una chispa en tus ojos, y por ende, al hombre del que me había enamorado. Me pediste que no me preocupara, que ya se te ocurría algo, y te diste la vuelta. Y yo, queriendo creerte, apoyé la frente en tu espalda hasta que me quedé dormido. 

Estaba desayunando cuando me llegó el mensaje. Tienes la maleta en el garaje. Como esta carta será el texto más largo que has leído desde hace años, te la resumo por si no te ha quedado claro su contenido: Vt a la mrd mldt hdp. 



lunes, 10 de octubre de 2016

BABAYADA 13.- MUÑECOS

MUÑECOS

Una tarde dijiste que yo era tu muñeca. Que sólo con que tus manos me rozaran yo cerraba los ojos y que en cuanto dejaban de hacerlo, los abría. ¡Cómo te reías! Luego me diste un beso con aquellos labios duros que retendría entre los míos con la seguridad de no necesitar nada más. 

Aquel día salí del trabajo un poco antes de la hora. Te complacían las sorpresas. Llegué a casa y encontré un policía en el umbral de la puerta, abierta de par en par. Entré y enseguida alcancé a verla a ella a través de la cristalera de nuestro salón: una conocida común que no fue capaz de mirarme. En nuestro cuarto, una papelina sobre la mesilla, la cama revuelta, las ropas por el suelo y tú apenas cubierto con la sábana que seguramente alguien había echado sobre tu cuerpo desnudo. Cuando los sanitarios terminaron su quehacer pude ver tu rostro por primera vez desde que había llegado. Eras como un enorme muñeco desmadejado, con los vidriados y marinos ojos abiertos. El médico me miró un segundo y yo me acerqué, alargué la mano hasta rozar tus pestañas y por un momento recordé tus palabras. Y disfruté con el juego de cerrar tus ojos con el leve roce de mis dedos fríos. 

martes, 4 de octubre de 2016

BABAYADA 12.- COMEJÉN

Mi editor ha llamado. Cuando el móvil sonó mi mujer y yo estábamos intentado echar un polvo. El caso fue que no sentí dejar lo que estaba haciendo para atender el teléfono pese a que a ella no le gusta que lo haga. Pero hoy, en ese momento, yo estaba pensando que los prolegómenos duraban demasiado y que ya no sabía qué caricias inventar para darnos tiempo. Por eso reconozco que fue un alivio el lanzarme a contestar aún sabiendo que la mamada era de mi editor y que este solo daba señales de vida para agobiarme. ¿He dicho mamada? ¡Dios mío!, dos actos fallidos en un solo momento. Freud se revolverá en la tumba. Lo estoy viendo apuntándome con el dedo y una ceja levantada. Es cierto que mi mujer no es la de antes. Está más guapa, más alegre, se arregla con más esmero. También es cierto que cuando atendí al teléfono no puso el mal gesto que le conozco de años y que cuando le dije quién era apartó la cara, no para ocultar el enfado, sino para azorrarme ese destello de ojos que no pudo evitar deslumbrara el espejo del tocador. Cuando terminé la conversación telefónica ella me ha preguntado por él y he notado evaporada la acritud de otras ocasiones. Le tuve que contar que mi editor me pedía un nuevo trabajo para entretener los intervalos de mi novela siempre inacabada: un conjunto de relatos que tuvieran como tema común los insectos. “Unos relatitos con su cabeza, su tórax y su abdomen, como mandan los cánones”, dijo el muy cabrón, elaborando una carcajada de esas que hace tiempo no le oía. Mi mujer ha sonreído. Está más guapa, más alegre, se arregla con más esmero, le cuesta humedecerse cuando está conmigo y sé que respira aliviada en días como hoy, cuando le digo que tengo que trabajar y le pido que me deje solo.

jueves, 22 de septiembre de 2016

BABAYADA 11.-PURA

Según me contó la Niña, una desconocida le cortó el paso en la calle, y apuntándola con un índice largo y huesudo, le espetó que era una puta. Me contó que fueron sólo tres palabras:"eres-una-puta", pero escupidas más que pronunciadas con tal carga de ira, que restallaron como balas. Parece que luego esa mujer dio media vuelta y se fue tan rápidamente como llegó. Cuando pedí a la muchacha que me la describiera, yo tenía la boca seca como el esparto. Tras escucharla no pude menos que confesar:
—Es Pura, no cabe duda. Es Pura.

Al darme cuenta de que la Niña no entendía nada, creí necesario ofrecerle una explicación: 
—Pura es mi esposa.

La Niña se rió mientras me quitaba los pantalones y con carita de gata en celo me recordó que yo le había jurado que era un hombre viudo.

—Es que lo soy, por eso me preocupa que Pura ande por ahí.

Tenía que pasar. Y estaba seguro de que Pura me esperaría en casa inquieta, fisgando armarios, resoplando y meneando con insistencia la cabeza sin encontrar nada a su gusto. Me juró que estaría siempre conmigo y yo no debería haber tomado a la ligera su promesa sabiendo de sobra como es y sabiendo que, a estas alturas, ya está más que enterada de cómo fue el asunto de su muerte. Nunca pude sacarme de la cabeza la expresión con la que murió, como si con los últimos estertores hubiera comprendido algo importante. Después acumulé otros errores imperdonables como salir a bailar el mismo día que pagué su entierro o regalar a otra mujer la estola de visón con la que quería que la amortajaran. No sé cómo pude ser tan necio, yo, que he pasado la vida entre la precisión de la química y las fórmulas magistrales. La ofendí con mi actitud y me avergüenzo. A estas alturas estoy convencido de que me precipité. Antes de matar a mi mujer debería haber intentado que habláramos como personas civilizadas. Y tal vez insistiendo, encariñándola, hubiera conseguido que ella comprendiera y aceptara de buen grado que yo tuviera una querida. En mi descargo está el que la conozco muy bien y aún cuando consintiera en ello, —¡me quería tanto!—, tarde o temprano ella me afearía la conducta y yo acabaría sintiéndome fatal, no en vano fue siempre la mía una mujer muy diestra en esa clase de artificios. 

No sé cómo tomará la Niña la noticia, pero no podía ocultárselo. Estoy loco por ella, para qué negarlo. Incluso se me pasa por la cabeza el casarme con ella, pero con Pura en casa... Ahora que, ¡¡menuda puta está hecha la chiquilla!! Mi mujer tiene en lo que le dijo más razón que una santa.

***************
Cuando aquella tarde llegué a nuestro hogar, Pura me recibió como yo esperaba: por las malas. Durante un rato interminable volaron las cortinas de las estancias, se desencajaron las fotografías familiares de sus molduras antiguas y tuve que refugiarme detrás del gran sofá de terciopelo porque la muerte no había hecho sino afinarle la puntería. Yo sólo atinaba a suplicar que me escuchara, y desde mi escondite, le fui contando todo cuanto llevaba rumiando desde hace unos meses. Y así, hasta que cesó el movimiento incontrolado de los amados objetos que fueron nuestros. Sólo cuando me lo pidió tuve coraje para ponerme frente a ella. La encontré desmejorada, cansada, triste, pero la muerte no le había mermado la elegancia que siempre la había hecho destacar por encima de las mujeres que conocí. No acerté a tomar su mano, pero aceptó mi gesto y nos sentamos a hablar como nunca habíamos hecho en los años de nuestro matrimonio.

Conozco bien a mi esposa y sé que no está en su naturaleza el olvidar las cosas que han pasado. Ella lo rumia todo y nada ha cambiado en eso, pero accedió a quedarse en casa, a darme otra oportunidad y a concederse a sí misma el tiempo que necesitaba para que todo fuera como antes. A cambio sólo me pidió una cosa y fue tajante: que yo hiciera desaparecer de mi vida a esa mala mujer que, —a estas alturas ya debería haberme dado cuenta— no buscaba más que nuestro dinero. Una mujer, que gracias a Pura comprendí, se apropió de mi honradez con artes que no soy capaz de recordar sin enrojecer y que había sido la única culpable de mi mala hora. 

Desde que mi esposa ha vuelto, todo tiene un aspecto diferente. Ella ha recobrado el color, la forma, el aliento. Camina a mi lado por la calle y toma mi mano por las noches. El tiempo nos está ayudando a recobrar la complicidad, la felicidad de los dos viejos amantes que hemos sido. Paseamos por los parques y tomamos café en las soleadas terrazas de la plaza. Ahora estamos empeñados en devolver mi colesterol a niveles tolerables y mejorar su destartalada tensión arterial. Cuando logremos rescatar la salud del abandono pensamos hacer un crucero. Hoy es un día un poco especial. Vamos a un funeral. Una vieja conocida de ambos ha fallecido.

lunes, 12 de septiembre de 2016

BABAYADA 10.- LA REALIDAD

Sé que piensas en nosotros
como si nada pasara.
Pero yo veo otra historia
que te niegas a escuchar.
Y me la digo a mi misma
para encontrar el valor
de contártela mañana.
Porque lo que crees no es cierto,
hasta lo sueños se van.
Y al cabo, despertarás.
Y al cabo, estarás tan solo...
Somos montones de carne.
Somos sangre, y sentimiento
que no siempre es entendido.
Hablo contigo y te callas,
tus ojos buscando lejos,
donde mi voz se evapora.
Anochece este poema.
Y ella pondrá empeño en verte
y se mostrará desnuda
mucho antes de amanecer.

domingo, 28 de agosto de 2016

BABAYADA 9.-PALABRA

El amor solo no basta
y he empeñado mi palabra:
prometo cuidar de ti.
Y observo, y hablo contigo,
busco dentro y busco fuera
y pongo en todo lo tuyo
más conciencia que ilusión,
porque la palabra es cuño
certificado, decreto
y es así mismo herramienta
para cumplir la promesa
que nació cuando te vi:

cuidar para que te cuides.
Eso mismo prometí,
y que sepas discernir,
de entre todas las palabras,
las que más grande te hagan,
mejor persona, más sabia.
Porque las palabras marcan,
y amor solo no basta, 
la que empeñé al conocerte
contigo irá donde vayas.

lunes, 8 de agosto de 2016

BABYADA 8.- LA SOLEDAD

Con la soledad quisiera fundirme.
y así, 
cuando la sientas a tu lado, 
al ser la soledad que me asola
la misma que te inquieta,
daría por bueno el juego 
con tal de que entendieras. 
Porque la soledad 
siempre es la misma
allá donde la encuentras

martes, 26 de julio de 2016

BABAYADA 7.- Perspectiva

El autobús que tomo para ir a casa de mi hija tiene una parada cerca de donde vivo pero, si no tengo prisa, prefiero dar un paseo hasta la estación. Allí tengo más posibilidades de encontrar libres los asientos de la primera fila, al lado de la puerta de entrada. Me gusta contemplar el paisaje a través de la luna delantera y en verano, cuando amanece pronto y la neblina se disipa, puedo vislumbrar el mar mientras se resuelve el atasco de la autopista. Aunque reconozco que por lo que verdaderamente me gusta ese sitio es porque desde él puedo observar, reposadas sobre el volante, las manos de la persona que conduce. Desde la posición que procuro ocupar no puedo apreciar sus facciones y solo veo con detalle las manos blancas asomando por la bocamanga del oscuro uniforme. La conducción por la autopista no parece exigirles demasiado y resbalan suavemente sobre el cuero sin esfuerzo alguno. La piel curtida, las venas perfiladas, los dedos siguiendo tranquilos la música de la radio me hacen pensar en el alma que podrían ponerle a una caricia. 

Mi esposo tenía unas manos hermosas. La naturaleza le dotó de unos dedos largos, que el trabajo duro tornó anchos y fuertes. La palma extensa y blanca, como de mujer fina, se le volvió dura y callosa. Hace años que mi marido ha muerto y compruebo con desazón que el recuerdo de su rostro se desdibuja en mi mente y queda sustituido por la imagen de las fotos que tengo sobre la mesita de noche. Pero el de sus manos, no. Me desasosiega pensar que este revoltijo de recuerdos, lagunas y emociones sea el principio de alguna enfermedad. Me preocupa tener que guardarme este miedo dentro, pero lo cierto y descorazonador es que ya no me quedan oídos cómplices y amigos. Imagino la cara de mi hija si le dijera que a veces siento por la noche las manos ásperas de su padre sobre la cintura. Los hijos, como los nietos, nos consideran seres asexuados. Y tienen algo de razón porque ellos nunca nos vieron como fuimos, sino como cuerpos que carecen de cualquier humor que no sea un intempestivo lagrimeo. Me cuesta creer que ya sea yo tan mayor y que todo haya llegado tan rápido. Y que de esa mano sobre la cintura me quede tan solo la certeza de su peso y la terrible soledad que me provoca.

Hoy tarda en amanecer. Las manos que observo son inquietas, pierden el ritmo de la música y vuelven una y otra vez hacia la palanca de cambios sin motivo alguno, como si desconocieran la máquina que manejan.

Las de mi esposo durante los primeros años fueron un poco como ellas y mi cuerpo, como ese panel de mandos cuyos botones manosean sin orden ni sentido. Porque el cuerpo es una máquina cuyo manejo es preciso conocer y practicar. Y aquellos hombres que no contaban con más guía que el instinto y una sola instrucción aprendida entre las bromas de los amigotes, hombres que no hablaban, como tampoco nosotras lo hacíamos, no lo tenían nada fácil. Las manos de aquellos hombres lo desconocían todo sobre los pliegues que encontraban en su camino y sus resortes secretos y por eso se convertían en herramientas que era necesario calibrar. Las jóvenes de mi tiempo solíamos acallar nuestras frustraciones, aceptar las cosas sin cuestionarlas, simular que no sabíamos más de lo que estaba permitido, pero teníamos perfecto conocimiento de cómo funcionábamos, no en vano el deseo, como la tentación, existe desde que existen las manzanas. Pero un día me cansé de fingir y él no entendió que, estando deseosa de sentirlo todo cuando comenzaba a levantarme el camisón bajo las sábanas, acabara sin vivir lo que esperaba. Complicado fue que él comprendiera que sus manos eran el instrumento principal de mi placer y que aprendieran cómo debían tocar y dónde para que yo pudiera disfrutar en aquella cama de los dos. No fue fácil atemperar la fuerza, pero tampoco lo fue tranquilizar la desconfianza de la mirada, el temor que produce perder la seguridad. En aquellos tiempos de mi juventud, no se tambaleaba la autoestima de un hombre sin pagar un precio. Y me pregunto por qué algo natural y placentero como lo es el sexo era objeto de tanta incomprensión.

Las más de las veces los viejos acabamos siendo seres invisibles dentro de la familia. Nuestros silencios se confunden con ausencias y la vida de las personas que nos rodean se desarrolla como si no existiéramos. Eso me permite conocer con detalle la marejada que me ocultan.

A través de la ventanilla el paisaje se ha convertido en una sucesión de puntos de luz y cierro los ojos. Durante un momento puedo imaginar que no estoy aquí sino viajando por otra carretera sumida en la oscuridad y que soy treinta años más joven. Y me da rabia pensar en lo poco que han cambiado las cosas aunque parezca lo contrario y me pregunto dónde está lo que hemos aprendido, que no logra aliviar los lastres que arrastramos. Recuerdo perfectamente aquellas manos que guiaban el autobús por un país extranjero. La noche hacía que se desenvolvieran en una zona de claroscuros y la piel se enriquecía con una gran variedad de tonos y relieves. Era la primera vez que salía de España. Tener a una de mis hijas recién casada en Francia me proporcionó una ocasión inmejorable. Preparé el viaje con unas amigas que estaban tan ansiosas como yo por conocer aquella ciudad que con respecto a la nuestra llevaba años de distancia. Lo cierto es que todo resultó novedad para nosotras, desde el viaje en avión hasta un simple paseo por una ciudad que en nada se parecía a la pequeña villa de la que procedíamos y de la que nunca habíamos salido. Debo reconocer que coger el metro, saber que nos movíamos por debajo de los edificios, de la gente y de las plazas, fue mucho más impactante que visitar El Louvre y ver unos cuadros oscuros, enormes, algunos tan parecidos a los de la iglesia de nuestra ciudad. Hacía frío y observábamos con deleite que, pese a ello, las mujeres iban vestidas con alegres colores. La lluvia no impedía que calzaran brillantes zapatos de charol. Como si hicieran lo que realmente querían al margen de los convencionalismos que a nosotras nos imponía hasta la meteorología. E imaginábamos que hablar, pedir o desear sería para ellas algo tan natural como caminar descalzas.  


Yo creía que habíamos cambiado mucho desde entonces, pero la profunda turbación que observo en mi hija me hace dudar.  En casa la oigo hablar con su marido del problema. Sé que se refiere a mi nieto y, el sigilo y disgusto que ella manifiesta, hace que me pregunte en qué siglo del pasado nos hemos detenido. Abro los ojos, dejo resbalar la mirada por las manos que guían el volante y recuerdo con emoción aquel otro viaje por la campiña de Francia. Aquella excitación animada por el poquito de alcohol, por las risas, las confidencias, la distancia. Mientras el autobús avanzaba, no podía apartar la mirada de aquellas manos fuertes que tenían el poder de llevarnos a nuestro destino. El calor humano empañaba los cristales y multiplicaba mi sofoco. Imaginé que aquellas manos que observaba desde mi asiento se metían debajo de la falda; la imaginación, madre de todas las excitaciones, las animó a subir partiendo de las rodillas y quise que me rozaran con aquel tacto leve y reposado que observaba en la tarea que hacían. Aunque mi cuerpo sea incapaz hoy de sentir el cosquilleo en los riñones y de mover con ritmo la cadera, la cabeza aún recuerda con detalle aquella efervescencia. Al llegar al final del trayecto me sacudí la frustración del deseo sin atender y me puse a recoger los paquetes colocados en el portaequipajes situado sobre los asientos. Recuerdo que uno de ellos se atascó en la estrecha abertura. Los pasajeros esperaban pacientes a que terminara la operación y fue entonces cuando las manos con las que había fabulado durante el viaje se pusieron junto a las mías para intentar ayudarme. Aún siento junto a la mejilla la respiración que avivó durante un instante el rescoldo del deseo y la tibieza de nuestras pieles al rozarse en el empeño de aquella tarea común. Protegido por la mampara y al abrigo de la oscuridad, desde mi asiento no había llegado a ver el rostro de aquella persona con cuyas manos había imaginado mil caricias y, al girarme para conocerlo, me encontré con el de una mujer. Desde entonces me pregunto quién sería capaz de adivinar a ciegas el sexo de la mano que le hace estremecer. Desde aquella experiencia íntima vivida con la imaginación, me pregunto muchas cosas. Si cerrara los ojos y fuera capaz de entregarme al placer sin prejuicios, ¿quién sería capaz de proporcionármelo en mayor medida, un hombre, una mujer...? Cabría especular con la idea de quién atinaría mejor con el sentir de mi cuerpo sin conocerlo antes. Yo hago una apuesta segura y algo susurra dentro de mí que solo los que carezcan de imaginación podrían tirar la primera piedra. Veo a mi hija atribulada y daría algo por que pudiéramos conversar. La he tanteado con esperanza, pero me ha dicho que no me preocupe y, mirándome como se mira a un niño, he sentido su conmiseración. No imagina que este mueble antiguo sabe de sobra de la homosexualidad de su nieto y que lo que verdaderamente le apena es la turbación de su hija. Porque aunque la oscuridad impida verlo, sé que allá en el horizonte está el mar laborando tercamente para sembrar la costa de piedras. Y porque existen manos que desconocen qué hacer con sus caricias.