jueves, 28 de enero de 2010

BABAYADA 2.- ...Te quisiera besar

... Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa
...
Miguel Hernández

Aún con la memoria perdida, en algún rincón de su cerebro viejo conservó el recuerdo de sí misma vestida con el negro alegre de su vestido de novia. Era tan joven... Me contaba que tenía entonces los ojos lanceolados; que tenía el cuerpo espigado y lleno de deseo; la sonrisa dulce, vertiéndose abundante por la comisura de los labios como jugo de frutas maduras. Que su cabello era espeso, ondulado. Que con veinte años ella era graciosa y flexible como la hierba que crecía en las riberas del Nalón.

Me contaba que la guerra la había separado de su esposo, pero que se habían reencontrado al hilo de la paz anunciada, él, de regreso del frente y ella, del incierto abrigo de un refugio en el que la pequeña hija de los dos había aprendido a dar sus primeros pasos. Con el tesoro de la vida preservado regresaban a casa después de meses de penalidades, de inseguridades, de miedos infinitos. Me contó que hacia la mitad del camino, él decidió adelantarse para comprobar cómo había quedado la casa asolada por la ausencia y agobiada por los bombardeos, los expolios, por el aire doblemente impuro de una guerra civil. Se lo oí contar a ella muchas veces, tantas como le reprochaba a aquel hombre tan amado que no se hubiera quedado junto a ella hasta llegar a su destino.

Cuando ella llegó al pueblo unas horas después no lo encontró. Algunos vecinos dijeron que se lo habían llevado. Yo que tantas veces he oído la historia, nunca la oí hablar de los minutos que siguieron. Ella sólo decía que él no volvió y que nadie le supo decir nunca ni cómo, ni cuándo, ni dónde, aunque todos sospechaban ciertamente cuál había sido el destino de aquel paseo obligado y furtivo… Nunca tuvo un cuerpo que llorar ni una tumba que visitar... solo la maldita imaginación y sus estragos.

Yo recuerdo a mi abuela más bien triste y pensando siempre en él. Sé que era ese hombre que nos miraba, como reconociéndonos, desde el grisáceo papel de las fotografías. Aprendí el nombre con el que ella lo llamaba cariñosamente, pero me cuesta describir el tono que empleaba al decir aquella palabra porque era como si al pronunciarla yo dejara de existir. Nunca dejó de soñar con el día en el que se abriera la puerta de la casa común y su hombre entrara por ella con los brazos extendidos. Por eso, durante los inviernos, cuando la niebla era más espesa, repasaba los hitos del monte, no fuera a perderse su hombre de regreso a casa. Ese hombre que un día se llevaron, se llevaron… se llevaron…

Con la tristeza sin medida de la incertidumbre, con la impotencia y la rabia atragantadas, se le revolvieron las emociones hasta dejarlas irreconocibles y se convirtió en una mujer menesterosa de amor, dependiente en exceso del tornasolado cariño que proporciona un hijo, un cariño distraído por las experiencias, que siempre parece escaso.

Y un día, con la torpeza propia de la vejez, se acostó a descansar en su cama de viuda. Y yo sé que se sintió aliviada porque llegaba la hora de olvidarse de ese dolor que siempre llevó en el costado.

Belén Garrido Cuervo

viernes, 15 de enero de 2010

BABAYADA 1.- Monedas de chocolate

Contaba mi madre que su tía Alicia sorprendió a todos una tarde apareciendo con los huesos de su marido metidos en una saca de tela. Cuando los avatares de la vida la obligaron a regresar a su pueblo, se negó a abandonarlos en la villa en la que habían vivido juntos y esperó a una noche bien oscura para enterrarlos de nuevo en el cementerio. Recuerdo esta historia de mi infancia porque ahora soy yo quien tiene en su regazo una caja con las cenizas del esposo. Y me da por pensar que sin duda hubiera preferido mil veces verme con el peso de sus huesos. La caja es muy bonita. Es de madera, tiene un dibujito tallado en la tapa y podría contener bombones, o puros, o cartas de amor atadas con una cinta de seda. Para esto último hubiera sido perfecta. Creo que cuando la elegí no estaba pensando en lo que verdaderamente iban a meter dentro: este montón de polvo desconocido y gris que me descoloca; este material que me dicen que es el hombre que hasta hace cuatro días dormía a mi lado, la persona que sin ninguna duda más he amado en el mundo. Y me da por pensar que si pudiera escoger preferiría llevarme sus huesos a casa aún a sabiendas de que cuando todos se enteraran dirían que estaba loca y rápidamente llamarían a algún sitio para que se los llevaran. Estoy segura de que a nadie se le ocurriría preguntarme qué tenía pensado hacer con ellos. Y podría tener pensadas muchas cosas como, por ejemplo, despejar los muebles del salón e ir colocándolos uno a uno sobre la alfombra hasta recomponer el esqueleto, como si fuera un rompecabezas. Porque cuando estuviera completo me serviría para recuperar al menos por un momento, la estatura de mi hombre. Y podría ver con mis propios ojos aquella protuberancia que nos mostró el traumatólogo en las radiografías cuando se le rompió el brazo derecho. Y podría reconocer a mi marido a través de la peculiar dentadura de su calavera, esos dientes que jugueteaban sobre mi cuerpo desnudo aquellas noches de desenfreno que guardo en la memoria como un tesoro. Y podría tomar su rostro entre mis manos y hacerle la caricia que llevo atragantada desde que murió. Pero nada de eso me será posible y estoy pensando desalentada que me tengo que conformar con este montón de cenizas que sostengo sobre la falda sin atreverme siquiera a mirarlas, mientras todos a mi alrededor están esperando para saber qué pienso hacer con ellas. Me dicen que incluso podría llevármelas a casa. A ellas si. Por eso también estoy pensando que todos mienten cuando dicen que comprenden mi dolor. Y estoy pensando en decirles que dejen estas cenizas para alimento del diablo y que me devuelvan la caja. Creo que en el fondo la elegí para llenarla de recuerdos, sabrosos y dulces como monedas de chocolate.

Belén Garrido Cuervo